La historia del etnoterritorio de Santa María del Tule
Hace unos años la antropóloga Alicia Barabas acuñó los términos de etnoterritorialidad y etnoterritorio para hablar de las formas en las que las comunidadades de los pueblos originarios concebían, habitaban y reconocían sus territorios. Estos términos surgieron del trabajo etnohistórico de Barabas en Oaxaca y nos permiten entender la profundidad con la que la costumbre, los rituales, los referentes precolombinos y la identidad de los pueblos se crea y recrea en y con sus territorios.
A partir de estas definiciones y de las historias con las que hemos resonado en Santa María del Tule se ha construido un artículo de investigación etnohistórica que puedes consultar en el siguiente enlace de la Revista Cuicuilco de Ciencias Antropológicas
En este artículo de investigación se propone el análisis de la etnoterritorialidad en Santa María del Tule, desde una perspectiva etnohistórica. Con este propósito se presenta una cronología de Santa María del Tule, basada en los regímenes políticos de los últimos quinientos años en México. En el camino de analizar los trabajos históricos realizados en el Tule y escuchar a las personas mayores de la comunidad fue posible identificar cómo el árbol del Tule ha articulado una praxis de resistencia simbólica, política y material que ha permitido la reconstitución étnica de la comunidad. Esto ha implicado que, aunque cambien las reglas políticas y aunque haya cambios en el territorio , el árbol es un ser vivo que ha permitido la recreación de la costumbre y el reconocimiento de la comunidad.
Día del árbol, 9 de octubre 2023
A continuación compartimos parte de este artículo de investigación:
Un pueblo viejo: cronología territorial de Santa María del Tule
La historia de Santa María del Tule abarca cinco
siglos en los que tres regímenes sociopolíticos se configuraron a nivel local,
trazando procesos específicos en lo que se refiere al reconocimiento político
de su territorio: el régimen colonial, el régimen del México independiente del siglo
XIX y el régimen posrevolucionario del siglo XX.
Desde el
establecimiento del régimen colonial, Santa María del Tule contó con el
reconocimiento como pueblo, pero no contaba con la dotación territorial mínima
de una legua de largo establecida por el fundo legal correspondiente [Taylor 1998:93].
Las personas que habitaban el pueblo tenían como alternativas de sobrevivencia
convertirse en terrazgueros o en aparceros, al servicio del cacicazgo indígena
de Tlalixtac, cuya influencia siguió siendo prominente en este periodo, o al
servicio del Mayorazgo de Guendulain, establecido en la zona a principios del siglo
XVII [Taylor 1998:13-199]. Durante todo el periodo colonial hay evidencia de
litigios para que se garantizara la provisión de tierras y para presentar inconformidades
por los excesos derivados de la condición de sus habitantes como terrazgueros [Taylor
1998:13-199].
Las tensiones del
Tule con estos dos poderes políticos territoriales no disminuyeron con el
cambio de régimen político durante el siglo XIX y, por el contrario, se fueron profundizando.
Había arreglos con Tlalixtac para el cruce y aprovechamiento de recursos como
piedra de cal y de leña en el cerro Sur. Estos acuerdos eran posibles por una
concepción sociocultural compartida sobre el territorio por tratarse de
comunidades zapotecas, pero no estaban exentos de litigarse a través de las
instancias gubernamentales, como consta en el trabajo de Sánchez López [2019:140].
En este periodo Guendulain
se consolidó como hacienda con una producción extensiva de trigo, que se
respaldaba en los privilegios conservados a lo largo de la consolidación del
nuevo régimen. Esto sin olvidar que, durante este siglo, se afianzan en la zona
otros propietarios que funcionaban en la misma lógica de hacienda, con
extensiones más reducidas de terreno.
A principios del
siglo XX, con la efervescencia revolucionaria, la comunidad se alinea
mayoritariamente a una posición zapatista por su demanda del reconocimiento
territorial. En 1917, se registra una primera demanda de restitución
territorial del Tule a la hacienda de Guendulain que fue aceptada y luego
derogada, para concretarse en el mismo año como una dotación de ejidos por 600
ha. [Sánchez López 2019:160-161]. Sin embargo, ni Guendulain, ni Tlalixtac
aceptaron dicha dotación.
El 6 de abril de
1918, la Suprema Corte de la Justicia de la Nación le conceden la razón a
Tlalixtac y al hacendado de Guendulain y se anuló la dotación de ejidos del
Tule concedida tan sólo unos meses antes [Sánchez López 2019:161]. Stephen [2002:219-266]
explica que durante 17 años continuarían los litigios, pero que sólo con
Tlalixtac se generaron acuerdos de facto para la siembra y aprovechamiento de
algunas zonas de los terrenos en disputa. Sin embargo, el hacendado Miguel Cobo
pelearía con la misma fuerza en los tribunales que en los linderos de “su
propiedad” y continuaría mandando a sus peones a sembrar y a defender estos
terrenos sin importar cualquier dictamen legal.
Años más tarde el
hacendado cambió de residencia, pero antes de irse cedió los derechos para
sembrar las tierras a la liga de campesinos que habían conformado sus
trabajadores y al mismo tiempo vendió las tierras a grandes propietarios del
municipio de Rojas de Cuauhtémoc. Con esto dejó que el pleito continuara en una
dinámica intercomunitaria y de carácter laboral, en el AGEO se conserva
evidencia de este litigio desarrollado en la Junta Local de Conciliación y
Arbitraje[1].
En la década de
los treinta Cárdenas realizó dos viajes a Oaxaca que incluyeron visitas a Santa
María del Tule, una como candidato a la presidencia de la república y otra como
candidato electo. El 28 de octubre de 1935 se ratificó a nivel federal la
dotación de 600 ha. de ejido y según el análisis de Stephen [2002:219-266] la
comunidad asumió que Cárdenas lo había hecho posible. El Tule tomó posesión de
terrenos que trabajaron en servidumbre por casi cuatrocientos años. Cárdenas se
consideró así, un continuador del proyecto agrarista de Zapata [2002:219-266].
Las décadas de los
cuarenta y cincuenta fueron un periodo de asentamiento de la organización
territorial ligada a la administración del ejido en Santa María del Tule. En el
AGEO se conservan censos, solicitudes de cuotas, actas de asamblea,
nombramientos de autoridades ejidales y comunicación oficial que demuestran el interés
y esfuerzo por adaptarse a este marco de gestión burocrática ligada al
territorio.
Sin embargo, en
1945 el asesinato de seis habitantes del Tule, presuntamente cometido por
personas de Tlalixtac, reavivaría el conflicto territorial [Stephen, 2002:253].
Esta vez se disputarían parte de los terrenos comunales del Tule. En 1950 la
comunidad accedió a ceder la mitad de estos terrenos, dando fin a las disputas
legales contemporáneas entre el Tule y Tlalixtac. “… pelearon el cerro y sí lo
ganaron ellos, pero mataron seis del tule. Seis del tule mataron, y sí ganaron
el cerro…pero ya ve que nos vamos y nada nos llevamos “(Entrevista Senorina
Sánchez, 15 de junio de 2022). En el panteón de la comunidad se ubican las
lápidas de estas personas y hay memoria sobre esta defensa del territorio.
Los años sesenta y
setenta del siglo XX marcan un quiebre en el balance de las relaciones de clase
en Oaxaca que se profundizó con los procesos nacionales e internacionales que
cuestionaban a los Estados nacionales por perpetuar la desigualdad social.
Según la evidencia hemerográfica consultada, la presencia de grupos
guerrilleros, la intensificación de la producción y trasiego de sustancias
psicoactivas ilegales, los movimientos campesinos, la luchas por el territorio
y las confrontaciones ideológicas en la Universidad Autónoma Benito Juárez de
Oaxaca (UABJO) detonaron un conflicto social con un fuerte componente agrario.
El énfasis territorial del conflicto social era resultado de contradicciones
que habían caracterizado al Estado posrevolucionario. Ni el reparto agrario, ni las garantías
sociales del texto constitucional se materializaron con la consolidación del
régimen corporativo posrevolucionario y esto era muy evidente para las
comunidades de Oaxaca cuyos territorios seguían en las manos de grandes
propietarios.
En 1977, en el
punto más álgido del conflicto, se destituyó al gobernador del estado Manuel
Zarate Aquino y el gobierno federal designó al Gral. Eliseo Jiménez Ruiz como
gobernador interino [Basáñez 1987:143-166]. El gobierno interino tenía la
responsabilidad de estabilizar al estado y dentro de sus acciones se planteó el
fortalecimiento de la vivienda social. Uno de estos proyectos fue la
construcción de un fraccionamiento en terrenos pertenecientes a Santa María del
Tule.
De acuerdo con la
evidencia etnográfica, Santa María del Tule se encontraba en otros procesos
durante el conflicto social. El Estado mexicano sí había cumplido con el
reparto agrario y en los setenta recién había llegado la luz a la comunidad. Además,
estaba en marcha la ampliación de los edificios escolares y con ello se
consolidaba el proyecto de castellanización que era un símbolo de progreso que
formaba parte del discurso nacional [Giraudo 2008:20-300]. La migración a
Estados Unidos se convertía en una vía para atender las necesidades económicas
de la población y el turismo ya constituía una fuente de ingreso, pero sobre
todo de reconocimiento y de legitimidad de la comunidad.
Desde la
perspectiva de las personas entrevistadas, las relaciones con la burocracia
estatal eran cordiales y no hubo motivos concretos para sumarse a las demandas
de otras comunidades del Valle. En 1978 se expropiaron 19.9 ha. de terrenos
ejidales para la construcción de una planta de Petróleos Mexicanos (PEMEX),
mientras se construía la primera unidad médica de la población, correspondiente
al programa IMSS-COPLAMAR.
Como consta en la
evidencia hemerográfica, la microrregión se proyectó como el primer parque
industrial del estado, pero no había motivos claros para desconfiar de los que
parecían indicios de “desarrollo”. En esta lógica, se autorizó la construcción
de tres fábricas en terrenos colindantes con la entrada principal del pueblo. El
3 de octubre de 1980 se puso la primera piedra del fraccionamiento “El Retiro”,
un proyecto que, en unos cuantos años, materializaría la urbanización del
municipio. Este fraccionamiento fue el primer asentamiento en descargar sus
aguas negras en los ríos de la comunidad, que, para la década de los setenta,
seguían siendo fuente de agua potable y lugares de pesca para el autoconsumo y para
la venta intracomunitaria en algunas temporadas del año. El drenaje muy pronto
fue también una realidad para la cabecera municipal. La contaminación de los
cuerpos de agua, pero también el desplazamiento del zapoteco, derivado de los
proyectos escolares castellanizadores, fueron, a decir de las personas mayores,
el alto precio que se pagaría por lo que se ofreció como progreso.
El árbol del Tule como eje de
la resistencia etnoterritorial
Día del árbol, 9 de octubre 2023
A continuación, se analiza cómo, a la par de los
afianzamientos cotidianos y contradictorios de los regímenes políticos en la
región, la etnoterritorialidad de la comunidad se ha creado y recreado a través
de la configuración simbólico-territorial del árbol del Tule como sujeto, entidad anímica [López-Austin 1996:221-262],
lugar sagrado y espacio político. En este sentido, se
indagan las particularidades que se configuraron en esta compleja interacción entre
los proyectos de dominación y las disputas por el territorio, con prácticas
cotidianas de resistencia y resignificación en las que el árbol ha sostenido la
identidad comunitaria.
En la Historia Natural y Moral de las Indias de José
de Acosta publicada en 1590 se encuentran referencias específicas en torno al
árbol de Tule que dejan constancia, no sólo de su tamaño, sino de su
reconocimiento como espacio sagrado para la población originaria.
…se halló en sólo el hueco de dentro tener nueve
brazas, y por de fuera medido cerca de la raíz diez y seis brazas, y por lo más
alto doce. A este árbol hirió un rayo desde lo alto por el corazón hasta abajo,
y dicen que dejó el hueco que está referido. Antes de herirle el rayo, dicen
que hacía sombra bastante para mil hombres, y así se juntaban allí para hacer
sus mitotes y bailes y supersticiones: todavía tienen rama y verdor,
pero mucho menos. No saben qué especie de árbol sea más de que dicen que es género
cedro [Acosta 2008:133].
Esta
referencia al mitote, el baile y la superstición vincula la presencia del árbol
a una expresión cultural específica que puede considerarse un aspecto clave de
la construcción etnoterritorial de la región y de la comunidad en ciernes. De
igual forma, el evento del rayo, que seguirá siendo relatado a lo largo del
siglo XVI pudo hacer referencia a un evento climatológico concreto que tiene
una simbología particular, el rayo como entidad anímica y/o como manifestación
de la deidad Pitao Cocijo, tenía la posibilidad de destruir, pero también de
marcar el principio de un nuevo tiempo histórico como lo ha documentado Romero
Frizzi [et al. 2013:185-237].
La centralidad del árbol como sujeto y como espacio
vertical de interacción con lo sagrado, en términos precolombinos, explica que
la construcción del templo católico se realizara a su costado durante el siglo XVII,
ya que “… desde fines del siglo XVII, la asociación del pueblo con un santo
patrono y la posesión de una iglesia se viven como elementos tan inseparables
como esenciales de la vida comunitaria” [Gruzinski 2013:236]. Esta construcción
también dejaría de manifiesto el carácter político del lugar.
El ahuehuete permitía articular lo sagrado en términos
precolombinos con la unidad político-religiosa promovida por el régimen
colonial, esta sería la primera resistencia territorial que protagonizaría este
sujeto político en términos etnoterritoriales, pues sostuvo su carácter
sagrado, sin ser desplazado por el culto a la virgen. Sobre el árbol destaca la
prevalencia actual de relatos regionales interétnicos que refieren su origen al
paso por la zona del rey Kong-Oy (Condoy, Konk ëy, Kondöy), personaje central
de la nación Ayuuk, ubicada en una sierra al oriente de la comunidad. Se cuenta
que Kong-Oy pasó por el rumbo de camino a su hogar y clavaría su bastón de
mando en aquel lago, dando origen al árbol que hoy contemplamos. También se
cuenta que mientras el árbol viva, podremos encontrar a Kong-Oy en las cuevas
del cerro sagrado del Zempoaltépetl [Martínez José
y Pérez Ramírez 2021:1].
Sin embargo, actualmente, el origen de este árbol no
siempre se asocia directamente con el origen de la comunidad, si no es por un
evento preciso, la llegada de la virgen de Santa María la Asunción.
Aquí era un lago, se pararon a descansar los arrieros
aquí [señalando hacia el árbol] que traían la imagen de la virgen, no se sabe
de dónde venían, pero la virgen no se quiso ir, dicen que se la llevaron y
regresó, aquí no había nada y de Tlalixtac mandaron unas familias a habitar, no
se sabe cuántas, pero venían de allá (Entrevista Comité de la Iglesia, 4 de
mayo, 2023).
A
pesar de la evidencia histórica de la presencia precolombina del poblado, este
testimonio ilustra cómo los patronazgos se convierten en identidades
territoriales que enuncian discursos políticos concretos, este tipo de
experiencias y relatos en torno al origen de los patronazgos determinó el
desarrollo de lo que Gruzinski [2013:183] denomina cristianismo indígena y que
Barabas [2018:121-122] reconoce actualmente como religiones étnicas, que se
caracterizan por ser territoriales. “El patronato opera
por un voto de fidelidad y así sus representantes se consideran depositarios ad
nominen de la idea de soberanía local” [Cuadriello 2010:73].
Estamos ante
una virgen que “se queda”, que “elige” el lugar para quedarse, cuestión que
puede ubicarse como un mito fundacional que será determinante para la
conformación de la comunidad, pese a los registros históricos de ocupación
previa del sitio. “…los santos aparecidos se convierten en santos patronos y
retoman el papel fundador y protector del territorio y del pueblo al que
eligen, algo que los ancestros y las deidades tutelares antes desempeñaban y
aún desempeñan” [Barabas 2006:231]. Carmagnani ubica en Oaxaca un proceso que denomina reconstitución
étnica y que puede explicar la articulación del árbol y la virgen en este
discurso fundacional contemporáneo. Para este autor la reconstitución étnica
puede considerarse un
“proceso de
larga duración, plurisecular, que reelabora constantemente los elementos prehispánicos
a la luz de los elementos internos y de los elementos condicionantes de las
sociedades indias favoreciendo la consolidación y la expansión de la identidad
étnica…. el proceso…permite a las sociedades indias reelaborar y proyectar al
futuro un patrimonio étnico, desarrollar una nueva racionalidad, una nueva
lógica, deferente de la prehispánica, pero no por ello menos india de la
precedente. La nueva identidad étnica no es entonces simplemente una forma de
autodefensa frente al contexto colonial o el resultado de los intereses de
grupo existentes en las sociedades indias, sino más bien el resultado de una
voluntad colectiva orientada a o no perder un conjunto de valores o actitudes
que ellos consideran importantes y significativos para su autodefinición [Carmagnani 1988:13-14].
La unidad religiosa político-administrativa del régimen
colonial sería impuesta, pero el eje etnoterritorial que constituía el árbol
del Tule se articuló con ella como una resistencia que configuraría una
identidad territorial particular. La virgen, no desplaza la centralidad del
árbol, dando lugar al binomio fundacional relatado en los testimonios
contemporáneos.
En 1900,
Martínez Gracida retoma de un informante local que “el
árbol estaba al cuidado de un dios o genio protector, Pitao Cocobi, quien por
eso recibía culto. También según la misma versión, el árbol tenía un nombre,
Yaga guichiciña” [Jiménez
1990:50]. En otros relatos
más recientes al respecto se afirma que “existe una leyenda zapoteca local que
afirma que fue plantado hace unos 1.400 años por Pechocha, un sacerdote de
Ehecatl, el dios del viento azteca…” [Parker et al. 2012:67].
Es así como en el Tule se imbrican lo que Barabas [2006:225-258]
denomina santuario natural y santuario construido, conjunción clave para la
conformación de su etnoterriorio porque permitió el fortalecimiento de una
identidad comunitaria específica, al tiempo que aseguró el reconocimiento del
pueblo por el régimen colonial “…la
intensidad del vínculo con la imagen sirve para cimentar como antaño, tanto la
solidaridad del grupo como su continuidad. Fomenta una cadena obligaciones, de
cargos que los descendientes están obligados a cumplir” [Gruzinski 2013:245].
Mi mamá me platicaba, mi papá me platicaba que llegó
la virgen con esas gentes que traen su caballo, ahí lo traían y los arrieros
ahí lo acostaron, ahí bajo el árbol... pero ella se quedó aquí ya no se quiso
ir, le gustó el Tule, ya no se quiso levantar el cajón…cuando se quedó la
virgen entonces ya toda la gente que es, poquita gente que hay; puro huevo se
recogió, el que tiene gallinas sacaba cincuenta, el que tiene poco pollo sacaba
veinte, se levantó con puro cantera iglesia, pura cantera, por eso cuando lo
trabajaron, lo picaron y ya no se puede romper ese, porque ese huevo se echaba
como cemento, vaya, la clara de huevo pegaba la piedra hasta que se ganó hacer
el templo de la virgen, por eso está duro, salió muy macizo (Entrevista Ana
María Pablo, 8 de junio de 2022).
En
este relato es posible identificar el lazo genealógico señalado por Gruzinski [2013:147-148],
aunque la construcción del templo data del siglo XVI, los relatos sobre su
edificación circulan en otras lógicas temporales que de nuevo remiten a la
herencia precolombina. Las obligaciones y compromisos ligados al culto de la
Virgen que eligió quedarse se vivencian cada año como si la llegada de la
virgen fuera reciente. Esto es relevante porque los relatos fundacionales son
creaciones culturales dinámicas que “suelen servirse de la historia y
actualizarse tanto en temas y situaciones como en personajes intervinientes” [Barabas
2018:133], permitiendo así la transmisión y recreación de los conocimientos
sobre el etnoterritorio.
El árbol del Tule cobijó a la virgen y el templo
católico le otorgó el reconocimiento colonial a la comunidad que le permitió
diferenciarse de otras comunidades. A partir del proceso de reconstitución étnica
[Carmagnani 1988:13-14] han circulado
modos de ser y hacer, como el trabajo colectivo, que pueden considerarse
resistencias que no son micro en los términos expresados por Scott [2000:217-237]
en sus estudios con grupos subalternizados, sino macro-resistencias de larga
duración en las que el árbol, como eje etnoterritorial, ha ocupado un lugar
primordial.
Durante el siglo XIX, el árbol del Tule adquirió un
nuevo papel en el régimen político en ciernes. Esta vez serían “los visitantes”
los que empezarían a trazar una ruta que permitiría articular este eje
etnoterritorial con el naciente Estado mexicano. En este periodo el árbol se
convirtió en objeto de indagación científica y las crónicas de viajeros
cuestionaban u omitían los relatos de las personas de la comunidad como simples
supersticiones. De acuerdo con la revisión bibliográfica y documental es un
periodo en el que se construyen las primeras narrativas vinculadas a su “valor”
“turístico”.
Dentro de los relatos de los visitantes durante el
siglo XIX hay una insistencia en caracterizar al árbol, indagar su origen,
medidas y buscar explicación científica a su antigüedad [Jiménez 1990] y pocos
relatos de los viajeros se concentran en describir prácticas socioculturales de
la comunidad. No obstante, el 20 de abril de 1875,
Nicoli describe la “danza del sabino” en el periódico “el Regenador” como una
actividad que parecía vincularse fuertemente con la recepción de visitantes.
Al viajero
o visitante que celebraba su estancia en la población con una fiesta o un
banquete le correspondían los indios con una danza que bailaban alrededor del
árbol…Los danzantes se presentaban en traje indígena de carácter, luciendo
vistosos penachos. Las mujeres también se presentaban ataviadas con tocado
sencillo y llevando en su cuello un rosario de cuentas de vidrio amarillo que
era símbolo de bienvenida. Las casadas llevaban el pelo recogido y trenzado y
las doncellas ostentaban suelta la cabellera. El baile o danza tenía lugar en
torno del árbol y carecía de movimientos provocativos. La música tenía una
languidez tal que cada nota parecía un suspiro [Jiménez 1990:29].
Esta danza mezclaba los aspectos etnoterritoriales
vinculados al sabino como lugar sagrado con un despliegue que podía ser
“montado” para el visitante. De esta danza no se han encontrado referentes
contemporáneos en la población, pero es posible identificarla como antecedente
de lo que se comenzaría a celebrar como la fiesta del Sabino, conocida
actualmente como la fiesta del árbol del Tule que “Consistía entonces en una
procesión de carruajes que salían de Oaxaca del Tule por la mañana, para
regresar por la tarde” [Jiménez 1990:50].
De este modo,
el árbol del Tule, como sujeto político, comienza a imbricar la tradición
ritual precolombina, la consolidación del cristianismo indígena local, con la
tradición nacionalista que irá delimitando su carácter de patrimonio y su valor
turístico. El árbol se afianza como eje, sujeto y símbolo de resistencia
etnoterritorial, a partir del despliegue de rituales intracomunitarios y
prácticas construidas y orientadas para el visitante que permitiera el
reconocimiento de la comunidad, en medio de las tensiones territoriales con
Tlalixtac y Guendulain.
En 1844, el
viajero De Fossey explica que el sabino “por poco cae víctima del capricho de
un rico comerciante de Oajaca, que ofreció una cantidad muy crecida a los
indios del Tule por su árbol... Felizmente desecharon …la proposición de aquel
vándalo…” [De Fossey 1994:319]. La defensa del árbol también es documentada e
1862 por Charnay en un texto dedicado a las “Ciudades y ruinas americanas”:
Los indios
vigilan…que ninguna mano profana ataque al viejo monumento: como todo aquello
que concierne a su pasado, rodean al sabino de una veneración supersticiosa;
nadie puede visitarlo si no es bajo su supervisión; barren u limpian
diariamente el pie del árbol, y no toleran que alguien le trozara la ramita más
diminuta. El indio tiene la religión del recuerdo, y quizás en las noches de
tormenta escuche la voz de sus ancestros entre las ramas centenarias del viejo
sabino… [Jiménez 1990:41].
Esta defensa del árbol es evidencia de las
resistencias que se han tejido en torno a él por su carácter etnoterritorial,
pero también de la forma en la que esta relación era interpretada por algunos
visitantes. Eventualmente, el Estado mexicano va a terminar coincidiendo con
esta “defensa”, pero a partir de discursos carácter nacionalista que comienzan
a “protegerlo” como emblema patrimonial. A finales del siglo XIX el Gobierno
del Estado de Oaxaca emite un primer documento en el que se ordena a los
pobladores conservar el árbol, se determina que hay que impedir que se haga
inscripciones sobre él y se dictamina que debe haber libros de visitantes para
satisfacer la necesidad de los visitantes de dejar registro de su paso por el
Tule [Jiménez 1990].
Mi papá me
decía que le comentó su papá que antes de los treinta al árbol le decían yaguitz,
quiere decir árbol de papel, dice que antes venían los turistas, antes, no lo
cuidaba tanto SEMARNAT, ni Ecología. Entonces venían los turistas. Venía poco
turista porque no había difusión. Entonces venían turistas, no tenían esa
protección que tiene el árbol ahí, esa rejita verde que tiene... Entonces todo
estaba descampado, entonces llegaba el turista y con una navaja le
descascaraban al pobre árbol, su cáscara, y ahí con algo punzante, como
ejemplo, un clavo algo, le ponían ahí, ahí, ahí “Recuerdo la familia tal” (Entrevista Fausto Bautista Manuel, 16 de junio de 2022).
Cuidar el árbol entonces se convirtió en una labor
compartida por la comunidad y el Estado. Sin embargo, las motivaciones de estos
cuidados comenzaron a trazar contradicciones que prevalecen hasta el día de
hoy. En 1921, Cassiano Conzatti, reconocido por su trabajo pionero
en torno a la flora oaxaqueña, realizó la primera Monografía
del árbol de Santa María del Tule y señala lo siguiente sobre la comunidad:
Un sitio tan renombrado, empero, en todo el mundo
civilizado, como éste, a causa de la maravilla natural que encierra, debería
presentar un aspecto menos triste y menos pobre del que ofrece; pues el
visitante que cae aquí sin haberse prevenido con anticipación, se expone a
pasarla muy mal, si es que no se resuelve a regresar luego, en virtud de que en
el pueblo no hay un una sola tienda que merezca este nombre, donde poder
surtirse de algunas provisiones, a menudo indispensables para los
excursionistas; ni un fonducho capaz de proporcionar un vaso de leche o una
taza de café, y ni siquiera un lugar donde adquirir un mísero pedazo de pan; en
dos palabras: inhospitalidad absoluta, por lo que es de aplaudirse
calurosamente el decreto de 21 de enero del presente año, expedido por el C.
Gobernador Constitucional de Oaxaca, encaminado a transformar Santa Mará del
Tule en el rendez-vous del turismo universal [Conzatti1921:10].
La
decepción de Conzatti ante el pueblo del Tule nos muestra un discurso turístico
en ciernes y una demanda enfocada en recibir al visitante, en esta narrativa él
árbol parecía un patrimonio desvinculado de la comunidad. Al paso de este siglo
sí se construyó un entorno “propicio” para recibir visitantes, pero con lógicas
que están permeadas por el carácter etnoterritorial de este árbol.
Como se ha descrito, en el siglo XX el reparto agrario
en Santa María del Tule no culmina hasta que las visitas de Cárdenas propiciaron
que se emitiera la resolución presidencial definitiva. Stephen [2002:219-266]
documenta la relevancia de los convites que organizaron al pie del árbol del
Tule a razón de estas visitas. De nuevo este lugar se convertía en un punto de
encuentro crucial entre la comunidad y el régimen político en turno. Durante la
colonia una virgen elegiría quedarse bajo su sombra y en el siglo XX, otro
emblema de poder, en presencia del árbol, desplegaría posibilidades para el
reconocimiento territorial de la comunidad.
En este tenor, la fiesta anual del árbol del Tule se
va consolidando como un espacio que permitía un tipo de interlocución
específica con el Estado. Según los testimonios etnográficos, se puede
argumentar que celebrar al árbol con la presencia de funcionarios locales
permitía recrear el reconocimiento de la comunidad y de su territorio. En las
décadas posteriores a las visitas de Cárdenas, los principales invitados a esta
celebración serían los funcionarios de gobierno estatal. Por este motivo, era
regular la solicitud de apoyo económico a estas instancias para la realización
de esta festividad, gestiones que pudieron verificarse en la evidencia
documental. La llegada de las
autoridades, en su carácter de visitantes distinguidos, era en sí misma un
ritual en que se recreaba el reconocimiento territorial de la comunidad.
Como se ha relatado, a partir de la década de los setenta
y ochenta del siglo XX, el Estado planteó un proyecto de desarrollo que afectó
en diversos sentidos al municipio. La construcción de la planta de PEMEX, de tres
fábricas y del fraccionamiento de vivienda social, así como el drenaje como
proceso de modernización planearían transformaciones territoriales contundentes
para la comunidad. Urbanización, contaminación y deterioro ecológico acelerado
serían algunos de las consecuencias de estos proyectos. Según la información
etnográfica y hemerográfica recuperada, estos procesos parecen no haber tenido
mayores cuestionamientos por parte de la población, ya que correspondían a un
plan de desarrollo que, en su momento, parecía confiable. Sin embargo, hubo un
evento que marcó un límite que es necesario analizar y que, nuevamente, muestra
la resistencia etnoterritorial que se manifiesta en todo lo vinculado con el árbol
del Tule.
En 1940, con el apoyo del ejército vinieron a echar la
mano para labrar las canteras [que ahora conforman la explanada de la iglesia y
del sabino] y los señores como mi abuelo, dice mi papá, iban con burro de aquí
al columpio de Ixcotel [a 9 kilómetros de distancia] a traer esas canteras…Después
lo querían quitar, antes de Heladio [gobernador de Oaxaca de 1982-1986]…
querían quitar ese barandal, esa cantera. No, el pueblo se opuso y aquí, como
estaban unidos, que tocan la campana y como ya saben cómo es el sonido de la
campana, cuando hay algo urgente o algo, rápido que se reúne la gente.... Y
vivían todos los señores ya grandes, ya murieron todos los que todavía
existían. Que ellos trabajaron, pues fueron a traer la cantera. Decían ¿Cómo va
a ser? Si fuimos con nuestro burro, fuimos a atraer las piedras y usted viene y
quiere quitarlo, ¿por qué? … Toda la gente mayor que vivía, que trabajó en ese
entonces se opusieron, eran como 15 de ese tiempo, que todos usaban la
vestimenta como se usaba aquí, con calzón de manta, y decían si fuimos con
nuestro burrito, cómo era posible que él gobierno lo quiera quitar. No lo vamos
a permitir y los corrieron y ya no sé quitó ese barandal, ni la cantera (Entrevista Fausto
Bautista Manuel, 16 de junio de 2022).
Si
consideramos la transformación territorial que supusieron los proyectos de
desarrollo ¿por qué ninguno de esos procesos detonó alguna manifestación de
inconformidad de esta magnitud? A partir de la evidencia recopilada, se puede reconocer
que Santa María del Tule lleva cinco siglos negociando el territorio con el
régimen político en turno y con poderes locales concretos, pero que en este
largo camino ha sido el árbol del Tule el eje que ha sostenido su
etnoterritorialidad y que le ha permitido el proceso de restitución identitaria
al que hace referencia Carmagnani [1988:13-14]. Pareciera que todo se puede ir
negociando y renegociando, mientras la integridad del árbol y de su entorno
inmediato esté garantizado.
A finales del siglo XX, la demanda de Conzatti [1921:10]
de tener un pueblo “adaptado” para recibir a visitantes se cumplió, a través de
un proceso de turistificación, pero este proceso ha estado pautado por el
carácter etnoterritorial del árbol. Como se ha señalado, el árbol milenario
cumple funciones identitarias que van más allá de su reconocimiento como
patrimonio cultural o del valor turístico asignado por el Estado o por las
políticas religiosas, económicas y/o territoriales en turno.
En determinados momentos, hay coincidencia en las
pautas sobre el carácter sagrado del lugar o sobre la conservación del árbol,
de ahí las negociaciones contemporáneas sobre los pasos carreteros, los
sistemas de riego del árbol, el papel del comité del árbol e incluso la disposición
de los mercados vinculados al turismo, pero en otros, como en el del testimonio
compartido por el Sr. Fausto Bautista, aparece la resistencia comunitaria en
sentidos que revelan la centralidad etnoterritorial del árbol del Tule.
En esta lógica, a pesar de que el Estado mexicano ha
impulsado la construcción del Tule como territorio turístico [Fratucci 2000:51],
la dinámica etnoterritorial produce sentidos que no despojan al árbol de
carácter de sujeto sagrado, referente fundacional del pueblo y sustento de sus
habitantes. Si bien la actividad turística no es la base de los ingresos de las
personas de la comunidad, pues la migración a Estados Unidos y los trabajos en
la Ciudad de Oaxaca son la fuente principal de ingresos, la consolidación
material y simbólica del Tule como territorio turístico es innegable. Sin
embargo, el carácter etnoterritorial del árbol del Tule redunda en prácticas de
resistencia y resignificación concretas. El Ahuehuete es visitado solo en los
términos que plantea la Asamblea comunitaria, sus autoridades y sus comités.
Esta dinámica se recrea en cada proceso vinculado con él.
A finales, del siglo XX los proyectos estatales que
afectaron el territorio de la comunidad fueron aceptados, pero en lo referente
al árbol se tejen resistencias etnoterritoriales que se manifiestan en el
involucramiento y discusión comunitaria de cualquier decisión y/o política
vinculada con este ser milenario. En ese sentido, la comunidad de Santa María
del Tule se recrea sólo con las familias originarias que han encarnado y afianzado
los siglos de resistencia territorial que hemos abordado y en las que el árbol
es protagonista, guardián y centro etnoterritorial. Esto implica que ninguna
persona avecindada forma parte de la Asamblea, del Cabildo, de las autoridades
comunitarias o de los comités donde esto se discute. A lo largo del siglo XX,
se distinguen algunos personajes, que desde su carácter profesional o político
han dado consejo sobre decisiones relacionadas con el árbol, pero ninguna ha
procedido sin la participación de las instancias comunitarias.
La etnoterritorialidad es un concepto que permite
identificar líneas de continuidad y de ruptura que son centrales para el
análisis de sus dinámicas territoriales contemporáneas porque nos permite otorgar
protagonismo a la comunidad frente a procesos sociopolíticos que dan cuenta del
orden colonial novohispano y de la colonialidad contemporánea impuesta por los
Estados-nación.
En este caso,
el árbol de Tule constituye un eje etnoterritorial que otorga un sentido del
tiempo que afianza una cosmovisión particular: “Decía mi papá el tiempo no
cambia, cambia la gente” (Entrevista Senorina Sánchez, 15 de junio de 2022). Las
personas cambian, pero la temporalidad que configura este árbol milenario les
trasciende.
Como se ha
analizado, durante el periodo colonial el árbol protagonizó el binomio
fundacional de la comunidad en la lógica religiosa político-administrativa
impuesta por el régimen. En medio de disputa territoriales con actores locales,
este binomio permitió la diferenciación y la resistencia territorial de la
comunidad. El árbol conservó su carácter etnoterritorial y se convirtió en un
actor político primordial para el proceso de reconstitución identitaria
descrito por Carmagnani [1988:13-14]. Esto convierte al Tule en un caso
excepcional, pues un ser vivo ha acompañado este largo proceso de resistencia y
reconfiguración, primero, a través de la conformación de una religión étnica
[Barabas 2018:121-122] y, posteriormente, a través de
su consolidación como emblema patrimonial.
En la
construcción del Estado mexicano el árbol comienza a ser considerado como un
patrimonio digno de ser “visitado”, esto propició que, a nivel comunitario, se
organizaran una serie de actividades orientadas al visitante. A finales del
siglo XIX, el registro de la llamada danza del sabino nos da evidencia del
desarrollo in ciernes de una tradición orientada al visitante que pudo dar
origen a la fiesta del árbol como una festividad que, durante el siglo XX, estaba
dirigida a la recepción de funcionarios del gobierno estatal. Esta festividad
en torno a un actor etnoterritorial se convirtió en un ejercicio de resistencia
que recreaba el reconocimiento de la comunidad con los poderes locales y con
los visitantes. Los convites con Cárdenas en los treinta sellaron este pacto de
reconocimiento al lograrse la dotación de ejidos. Convertir al árbol en el
protagonista de este ritual de reconocimiento político nos permite ubicar el
carácter de la resistencia etnoterritorial que encabeza este ser vivo.
De esta forma,
el Árbol del Tule se articula con la religión étnica durante el periodo
colonial y con un discurso nacionalista patrimonial que, a finales del siglo XX,
se orientó específicamente hacia el turismo. Estas imbricaciones pueden leerse como
resistencias orientadas a la reconstitución de la identidad étnica [Carmagnani 1988:13-14]
y pueden entenderse con mayor profundidad cuando nos remitimos a la
etnoterritorialidad porque es posible identificar las contradicciones,
tensiones, “fracturas, transformaciones y cambios, pero también procesos de
reelaboración que se operan en matrices antiguas de lo sagrado” [Barabas 2018:12].
Las tensiones
territoriales que ha enfrentado la comunidad han tenido en el árbol del Tule un
aliado para su diferenciación comunitaria pese a que, por 4 siglos, su
extensión reconocida se limitaba al casco de la población que se extendía a no
más de 3 kilómetros alrededor del árbol. Después de la dotación territorial en
los treinta del siglo pasado, estas tensiones siguieron en proceso, primero por
límites intercomunitarios y en los ochenta por la construcción de los proyectos
de desarrollo y vivienda que se han detallado. Sin embargo, la comunidad se
adapta y genera estrategias de reconstitución. Todo puede ser negociado, pero
en lo que se refiere al árbol del Tule, sólo la comunidad decide.
Actualmente,
a pesar del despojo simbólico y material que puede derivarse de la construcción
del Tule como emblema turístico, su “patrimonialización” ha sido aprovechada
por la comunidad para consolidar su carácter etnoterritorial en lógicas que
propician su autonomía. El árbol se
encuentra fuertemente vinculado a la cotidianidad tuleña y todos los discursos
y políticas vinculados con él se discuten en la Asamblea.
Durante las
últimas décadas la conservación del árbol del Tule ha sido un punto de
encuentro entre la etnoterritorialidad de la comunidad y el Estado mexicano que
ha propiciado una imbricación específica que permite que, hasta ahora, la
comunidad pueda seguir usando los discursos del turismo [Barreto 2007:85-136] para
preservar su integridad.
No obstante,
en las últimas décadas del siglo pasado, las políticas y discursos nacionales
en torno a la educación y el progreso modificaron aspectos centrales del
etnoterritorio de Santa María del Tule y otras comunidades originarias de
Oaxaca. El desplazamiento lingüístico, el deterioro de los cuerpos de agua y la
reducción de la agricultura tradicional son evidencias de ello. Sin embargo, el árbol del Tule sigue
articulando una praxis de resistencia que favorece la autonomía política a
través de la Asamblea y la categorización de la población avecindada como
personas que pueden habitar el territorio, pero no decidir sobre los asuntos de
la comunidad originaria.
En este caso,
el árbol se ha convertido en sujeto y emblema de resistencia. La construcción
de PEMEX en territorio ejidal, la del fraccionamiento de vivienda social y de
las tres fábricas del proyecto de parque industrial en propiedad privada fueron
aceptadas porque el reparto agrario de décadas previas planteaba una relación
especifica con el Estado que lo convertía en un interlocutor válido. Sin
embargo, todo esto se aceptó, sin ceder la autonomía política de la comunidad
al consolidar la categoría de avecindado. La consolidación del reparto agrario
generaba otra dinámica de relación con el Estado en medio del conflicto social
de los setenta; sin embargo, esta “confianza”, tenía límites precisos, ni una
ramita del árbol sería tocada, sin que se llamara a todo el pueblo con las
campanas.
Analizar la
praxis de resistencia a partir del abordaje de la etnoterritorialidad permite
ubicar la heterogeneidad de respuestas que se han tejido frente a los procesos
de dominación política en las comunidades originarias. El concepto nos permite
integrar el carácter simbólico de las luchas y resistencias de los pueblos
originarios en los procesos de reconstitución étnica, pero también frente a los
procesos de despojo contemporáneos.
Articular el
análisis de la etnoterritorialidad con el de la construcción cotidiana del
Estado permite ahondar en las particularidades que se entretejen en la praxis
de resistencia territorial de las comunidades originarias. Analizar la
etnoterritorialidad desde una perspectiva procesual, que no busque indagar las
permanencias precolombinas de manera esencialista, sino que permita ilustrar
cómo se define y recrea en tensión permanente con el régimen que tenga el
control político del territorio permite profundizar en la compresión de cómo el
Estado se construye localmente, pero también enriquecer la comprensión de las
resistencias de larga duración de sujetos humanos y no humanos en procesos de
despojo y subalternización.
Cuando
acciones externas, como los proyectos llamados de desarrollo… ponen en riesgo
el territorio y los lugares sagrados, y con ellos la reproducción de la
cultura, la memoria y la identidad, éstos se transforman en recursos culturales
que los pueblos esgrimen para oponerse a su realización. La formación de
movimientos etnopolíticos es la forma más frecuente de organización indígena
con fines de resistencia y salvaguarda de su patrimonio biocultural. En estos
casos los movilizados no tratan de adecuarse a la lógica negociadora del
Estado, sino que imponen su lógica... [Barabas 2021:351].
En el caso del Tule, la larga lucha territorial ha
implicado un proceso de negociación y resistencia que no ha cesado desde el
régimen colonial. Analizar el papel del árbol del Tule como eje y sujeto
etnoterritorial nos permite afirmar que la comunidad no se insertó pasivamente
en ninguna lógica negociadora, sino que, aunque no podemos hablar de un
movimiento etnopolítico abiertamente organizado, la autonomía y la estrategia
con la que se ha procurado resguardar todo lo vinculado con árbol del Tule
puede leerse como una resistencia de quinientos años que ha preservado esa
lógica propia a la que alude Barabas [2021:351]. Esta relación de cuidado mutuo
puede entenderse desde la lógica etnoterritorial, “el árbol que nos cuida y nos
protege, es guardián y testigo de todos y frente a él, la autoridad tiene que dar
cuentas” (Entrevista
Sr. Rodolfo, 24
de junio de 2023). Estamos ante una relación simbólica, práctica y material que
buscará insertarse estratégicamente en el discurso y práctica del régimen
político en turno. Las tradiciones y rituales de carácter comunitario se
despliegan para la autoridad o el visitante, pero manteniendo bajo resguardo lo
propio en los sentidos que la Asamblea y los diversos comités comunitarios
definen.
En efecto,
los lugares sagrados se politizan al ser presentados en arenas políticas
regionales, nacionales e internacionales, pero desde mi perspectiva, para
comprender su papel no basta pensar sólo en el uso instrumental de la tradición
cultural, sino que hay que observar también la agencia y el empoderamiento de
los pueblos agredidos que, al reproducir sus tradiciones y saberes, o al
recrearlos cuando están fuera de uso, los revitalizan y refuncionalizan…Vemos
entonces que la dinámica de reapropiación y refuncionalización cultural, como
forma de construir la resistencia frente a las intervenciones externas,
promueve el uso estratégico de lugares, narrativas, rituales e identidades. [Barabas 2021:351].
La
perspectiva de la construcción cotidiana del Estado hasta ahora no ha sido
desarrollada explícitamente en los estudios sobre etnoterritorialidad, pero
como ha sido posible identificar en este trabajo, incluirla nos permite ubicar
en qué sentidos la etnoterritorialidad es una praxis de resistencia. En la
etnoterritorialidad se implican procesos complejos de aristas múltiples que
constituyen resistencias territoriales que no son pasivas, ni meramente
estratégicas, sino que permiten la reconstitución étnica en sentidos que han
respondido a procesos de despojo y subalternización que tampoco han sido
lineales u homogéneos. Cuando centramos la atención en la construcción local de
los procesos de dominación y resistencia implicados en la etnoterritorialidad,
podemos hacer rupturas con el concepto de micro resistencia y complejizar la
comprensión de la etnoterritorialidad como una praxis que explica la
profundidad simbólica y material de los quinientos años de lucha territorial de
cada uno de los pueblos del Abya Yala.
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